XIII. La ciudad automatizada

Victor Navarro-Remesal
El peor explorador del mundo
8 min readJul 24, 2023

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1. Esto es lo que conocía de Singapur antes de visitarla: los textos de David Jiménez como reportero en Asia, en los que afirmaba que la ciudad-estado estaba gobernada como una empresa, estricta, habitable y eficaz; aquel artículo de William Gibson que la definía como “Disneyland con pena de muerte” (un título extraño viniendo de un americano: ¿no son Disneyland y la pena de muerte productos estrella de su patria?); el aeropuerto de Changi.

2. En 2008 hice allí una parada nocturna, de vuelta de Nueva Zelanda, y me entretuve varias horas recorriendo el que presumía de ser el mejor aeropuerto del mundo. Tras agotar las máquinas de masajes gratuitas, me asomé a un jardín tropical en una terraza y a lo lejos pude intuir un tipo de mundo que todavía me resultaba ajeno. Un par de años después, mi amigo C. se mudó allí por trabajo, y desde entonces fue mi fuente principal de información sobre la isla, aunque en nuestros reencuentros Singapur se limitaba a un par de anécdotas y enseguida pasábamos a otros temas. Ya durante la pandemia, compré por curiosidad un libro académico en una librería de segunda mano, Singapore: The State and the Culture of Excess, del antropólogo cultural Souchou Yao, y lo abandoné en mi estantería dedicada a Asia, hasta que en 2022 vimos que sus fronteras eran de las primeras en reabrir y, planeando salir de Europa por primera vez en años, lo recuperé. Así, Singapur se me fue descubriendo poco a poco y a golpes de azar, más una intriga que un viaje soñado, una feliz cadena de coincidencias, con el valor de los descubrimientos que todavía puede ofrecer el viaje.

2. En el vuelo de ida veo la película Crazy Rich Asians, una fantasía americana sobre el poder asiático, que puso a Singapur en el mapa para mucha gente. La ciudad aparece como un paraíso del lujo y la riqueza extrema y ante ese publirreportaje, dirigido a un público en el que claramente no me incluyo, me cuesta llegar al final. Por suerte, días antes vi A Land Imagined, thriller onírico centrado en los trabajadores explotados para ampliar el territorio del país con arena importada. Suelo extranjero, fuerza extranjera. Además de crecer verticalmente, la isla ha reclamado terreno al mar sin parar: hoy tiene casi un cuarto de tierra más que en el momento de su independencia, hace casi 50 años.

3. C. y A. nos acogen con una hospitalidad infinita en su condominium, un laberinto de apartamentos en el que todas las puertas están siempre abiertas y los niños pasean con libertad. C. trabaja en una empresa big tech y nos abrirá también las puertas del pensamiento singapureño: la obsesión con la gestión, la optimización y la automatización, la inmediatez de sus servicios, siempre disponibles, la ingeniería social, el lema de las 5 Cs (coche, condo, membresía en club de campo, tarjetas de crédito y cash), el universo de inmigrantes que se llaman a sí mismos “expats” y que se entregan a su propia fiebre del oro. En Singapur no se tienen aficiones sino proyectos que monetizar, side gigs, y el país entero me hace recordar que “negocio” viene de “nec otium”, “lo que no es ocio”. La vida toda en Singapur es negocio.

4. Y sin embargo, nos enamoraremos pronto de la ciudad. N. nos había advertido de que era un lugar tedioso en el que todo está prohibido, y no es del todo mentira, pero bajo los rascacielos de ciudad financiera encontramos poco a poco esa Asia lúdica que tanto nos gusta. Quizá sí que haya ocio, y hay cultura. Singapur ofrece una excelente selección de editoriales y librerías (y como el idioma oficial es el inglés, tenemos acceso a su producción literaria), algún cine independiente de primera, buenas cafeterías y, sobre todo, mucho lugar por el que pasear. A menudo pienso que el grado de civilización de un país se puede deducir por lo fácil que es pasear en él. Entre centro comercial y centro comercial (el país tiene más de cien, uno por cada 50.000 habitantes) se pueden admirar numerosas shophouses, esos edificios tradicionales chinos en los que se combina un negocio con una vivienda encima, casas bajas de estilo chino Peranakan, siempre de colores vistosos, y numerosos templos hindúes, budistas o taoístas. Singapur es una ciudad para estar en la calle.

5. Todo funciona rápido y bien y uno se resigna rápido a sus comodidades. En esta especie de partida a Sim City en el mundo real, cualquier lugar es un universo autosuficiente: el aeropuerto, los condominium, los malls, las oficinas de la empresa big tech a las que Carlos nos invita y que tienen comedores, cafeterías y hasta un rocódromo. Dado el poder del estado (que diferentes personas me describirán como una “dictadura benévola”), los grandes proyectos para reorganizar la vida sustituyen al crecimiento orgánico de otras urbes. Aquí, por ejemplo, los apartamentos del HBD (Housing & Development Board) se construyeron en masa para alojar a los inmigrantes de los pueblos, que fueron desapareciendo uno a uno, y es frecuente que en la planta baja tengan un espacio abierto que hace las veces de lugar de encuentro, en el que se celebran incluso los funerales. También los hawker centers (unos 14.000) sirven para regular y contener lo orgánico: los tradicionales puestos asiáticos de comida callejera se aglomeraron por ley bajo techos comunes. Son lugares prácticos, navegables, festivos (N. nos dirá que el hobby nacional es comer, puesto que lo demás es ilegal). La ingeniería singapureña es siempre un esfuerzo por contener el desorden de culturas caóticas (la china, la malaya, la india); exitoso, sí, pero que no les resta vitalidad.

6. Yao afirma que Singapur está fundado en el trauma de su origen (no se independizó sino que fue expulsado de la Federación de Malasia), en el exceso y en el esfuerzo por hacer convivir grupos étnicos muy diferentes. Aquí todo es economía y despilfarro porque de ello depende su supervivencia: el consumo enfebrecido no se entiende del todo como un acto egoísta sino como una manera de sustentar la maquinaria. Hay una agonía hedonista en su ocio programado que me fascina, como el lema de la isla Sentosa, toda ella un parque de atracciones horrible: “the fun is taking over”. Por momentos me dejo hipnotizar por ese exceso, por los centros comerciales interminables, que a veces se conectan unos con otros, por lugares como Chijmes, una antigua iglesia convertida en un complejo de bares y restaurantes. En el trajín de Bugis Street podría perderme durante horas. La máquina funciona, y aunque a veces me dan ganas de agarrarlos por las solapas y gritarles que lo humano y lo social no se reducen a la optimización de procesos, no negaré que es placentero integrarse en ella.

7. Es una máquina dependiente por completo de un invento: el aire acondicionado. Sin él, este país tropical en el que siempre hace calor y humedad no hubiera conseguido su despegue económico.

8. Disfruto, sin embargo, con las pequeñas grietas, las pequeñas rupturas. Lo indomable se manifiesta en un trecho con puestos de comida al aire libre que inundan las aceras de humo y me devuelven por un momento a Taiwán, en un lector de códigos del aeropuerto en el que no encajan los billetes, en un tipo mal sentado en el autobús. El mecanismo es casi perfecto pero hay engranajes fallidos. Pequeños caos incontrolables en la ciudad perfecta.

9. He hablado de gente mal sentada y eso me recuerda que Singapur es una sociedad de la acusación. Los modales se sostienen por la vigilancia constante. Un diario local, Stomp, usa sus redes para compartir fotos enviadas por ciudadanos anónimos de pequeños infractores, de anarquistas de lo intrascendente: una tipa tomando el sol en una terraza, alguien que coloca los pies en el respaldo de un cine, un ruido fuera de sitio. El ridículo es un sostén social, y cuando un borracho entra en el bus y obliga a moverse a una joven, me siento tentado de sacar el móvil y buscar la dirección de Stomp.

10. En esta ciudad automatizada lo natural tiene un lugar difícil: abundan los parques pero están regulados, ordenados, con pasarelas y hasta escaleras mecánicas. Tenemos que escaparnos un día a la isla de Pulau Ubin, al noreste, para poder regresar a la naturaleza. Allí todavía pueden verse restos de poblados tradicionales, barro, animales. Alquilamos una bici y nos dedicamos a pasear viendo macacos y jabalíes.

11. Por suerte, Singapur está bien conectado y es fácil irse a países colindantes. Tomamos un avión hacia Malasia (que merece sus notas propias) y, tras unos días en Kuala Lumpur y Malacca, volamos a Kuching, en Borneo. La jungla equilibrará tanto exceso urbano. Vemos monos proboscis o narigudos, chimpancés, macacos y langurs plateados, una compañía agradecida tras tantos días de asfalto.

12. Otro elemento natural incontrolable: el olor del durian. Esta fruta, que a menudo se presenta como la más apestosa del mundo, es muy querida en toda la región, pero tanto Malasia como Singapur la prohíben en transportes públicos y hoteles. Eso no impide que su olor, punzante, ácido, como una mezcla de leche agria con basura podrida, se cuele en todas partes. Si Taiwán está asociado en mi olfato al stinky tofu, Singapur y Malasia huelen (peor) a durian.

13. Recorro la ciudad automatizada en un transporte público preciso y racional, leyendo libros locales como Ministry of Moral Panic, en el que Amanda Lee Koe repasa el lado oscuro de la ciudad-estado. Me tranquiliza. No es la existencia de ese lado oscuro lo que celebro sino que alguien hable de él: no existe lugar sin bajos fondos ni quiebras morales, así que lo mejor que puede hacer un escritor es convertirlos en buena literatura.

14. Quizá mi lugar favorito de toda Singapur, además de su Chinatown y del café de carlinos What the Pug en Haji Lane, sea el parque temático Haw Par Villa. Un espacio gratuito financiado por los hermanos Aw, creadores del Tiger Balm, Haw Par Villa contiene centenares de estatuas y dioramas del confucianismo, el folklore chino, el taoísmo y la mitología china en general, todas ellas con expresiones y posturas aberrantes, con colores estridentes, con acabados cuestionables. Pasamos varias horas en él admirando y fotografiando cada figura, cada cara desencajada, cada mezcla de animal y persona. Surrealismo dibujado por un niño con ceras de colores y un fuerte impulso violento. Una galería de pago nos ofrece estampas del infierno con castigos grotescos, cada uno acorde a su crimen, como por ejemplo copiar en un examen. Es una fiesta kitsch de la que nunca me cansaría, que me hace tremendamente feliz.

15. Estos días ha circulado mucho una pieza de un corresponsal de la BBC que deja Japón tras una década, titulada “Japón era el futuro, pero se quedó atrapado por su pasado”. Aunque algunas de sus quejas me parecen legítimas, en general el texto tiene un tufo que me resulta familiar: la necesidad occidental de proyectar el futuro en Asia, de ver en esta región avances fascinantes y la certeza de nuestra propia decadencia. (Tampoco es un detalle menor que lo firme un británico, ciudadano de un país que ha decidido sacrificar su futuro por añoranza de su imperio). Primero fue Japón, luego los cuatro tigres asiáticos (Corea del Sur, Hong Kong, Taiwán y Singapur), ahora a veces es China. Son, en la imaginación occidental, lugares con megaurbes, con una arquitectura y una ingeniería que se nos escapa, con soluciones a problemas que ni sabíamos que teníamos, con un ocio y unas costumbres para las que no estamos preparados. Viajé a Singapur esperando (temiendo) encontrar algo así, una ciudad automatizada gris y perfecta, y me relajé al hallar lo cotidiano, la contradicción. Literatura, amigos, paseos. Mientras otros sueñan con el futuro, yo prefiero volver a ponerme “Boogie Street”, la canción que Leonard Cohen escribió tras visitar Bugis Street, y que una vez introdujo así: “Como mi viejo maestro decía, el paraíso es un buen sitio para visitar, pero no puedes vivir allí porque no tiene baños ni restaurantes. Y así todos esperamos esos momentos celestiales, que conseguimos en esos abrazos y en esas percepciones repentinas de belleza y sensaciones de placer, pero volvemos inmediatamente a Boogie Street”.

Kyoto, 28 de febrero de 2023

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Victor Navarro-Remesal
El peor explorador del mundo

PhD, Game Studies. Videogames, play, animation, narrative, humour, philosophy. The unexamined game is not worth playing.